Por Daniela Guerrero
Como suele suceder con la tecnología, la
ciberguerra ha saltado de las novelas de ciencia ficción a la realidad y
es ya una de las principales amenazas directas contra nuestra vida
cotidiana, y uno de los pretextos de moda para criminalizar a nuestras
naciones. Debe ser por eso que poca gente seria en este mundo se hace la
pregunta de cuán reales son las amenazas, sino qué puede hacer un país
con bajos presupuestos en comparación con lo que asignan a estos temas
los industrializados, para defender nuestras infraestructuras críticas y
nuestras soberanías.
Todas las naciones están expuestas a
los ciberataques. Estos no solo generan elevados costos económicos,
sino también, y lo que es más importante, la perdida de confianza de los
ciudadanos en unos sistemas que son críticos para el normal
funcionamiento de la sociedad: la aviación, la electricidad, la
distribución del agua, la transportación, la producción de petróleo y
gas, entre otras.
Los datos hablan. Un estudio de la
compañía McAfee ha revelado que los delitos del cibercrimen le cuestan
al mundo entre 300 mil millones y un billón de dólares al año, cifra que
equivale a cerca del uno por ciento del PIB mundial, llegando al nivel
de establecidas amenazas criminales como el narcotráfico y la piratería.
La Unión Europea tenía en el 2014 cerca de 1 millón de profesionales
dedicados a la ciberseguridad, con un presupuesto de 850 millones de
euros destinados a Investigación-Desarrollo-Innovación (I+D+I) en
ciberseguridad, en el período 2013-2020.
La Agencia de Seguridad Nacional de
Estados Unidos le dedica a este asunto un presupuesto de 52,6 mil
millones dólares, con 107 000 personas dedicadas al tema de
inteligencia. Con el cinismo que suele acompañarlo, pero sin que le
falte razón, el ex Zar del contraterrorismo estadounidense, Richard
Clark, ha afirmado que “si gastas más en café que en seguridad, serás
hackeado… Y mereces ser hackeado… Y luego tendrás una úlcera”.
Independientemente de que muchas
empresas de Ciberseguridad han hecho su agosto con este negocio, las
cifras descomunales revelan algo más importante que los números: los
efectos pueden alcanzar a todos los ciudadanos, administraciones,
instituciones y empresas del Estado aunque no estén conectados al
ciberespacio, como en el viejo paradigma de la guerra total.
De hecho ya se están librando grandes
escaramuzas de guerra electrónica. En 2010 el programa nuclear iraní
sufrió un duro revés cuando un destructivo virus —Stuxnet— se cebó sobre
los sistemas de control de producción industrial del país. El 58 por
ciento de todas las computadoras de Irán resultaron infectadas. Dada la
complejidad del virus, expertos de todo el mundo aseguraron que
únicamente un Estado podría haber dedicado los recursos necesarios para
fabricarlo, apuntando directamente a Estados Unidos e Israel.
Edward Snowden también ha aportado
abrumadoras evidencias de cómo la Agencia de Seguridad Nacional de EEUU
interceptó los correos de la presidenta brasileña Dilma Rousseff, lo que
desató las alarmas en nuestro continente. En un taller similar a este
organizado por la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), Claudio
Caracciolo, del Centro de Ciberseguridad Industrial de Argentina,
alertaba sobre la posibilidad de que un ejército podría tomar todos los
dispositivos smart –los Smart Phone, los Smart TV, las cafeteras, las
lavadoras conectadas a Internet…-, y usar todo ese poder computacional
para atacar. No es la película de la Guerra de las Galaxias IV, podría
ser la realidad. El experto advertía que cuando todos los productos
“inteligentes” son de importación, es difícil saber si pueden ser
utilizados por otros, particularmente en América Latina, con las redes
de telecomunicaciones más dependientes del mundo: más del 90 por ciento
del tráfico en Internet de la región pasa por servidores
norteamericanos; el 85 por ciento de los contenidos digitales de
Latinoamérica están alojados en territorio estadounidense.
La incorporación a la comunicación en
red de cada vez más estructuras —y más necesarias para la vida
cotidiana— supone un gran avance, particularmente si están en función de
lo que José Martí llamaba el “mejoramiento humano y la utilidad de la
virtud”, pero conlleva también grandes riesgos que, simplemente, no es
posible ignorar. Tiene sentido reforzar las inversiones en medios
humanos y materiales en este campo, y tiene sentido integrarnos para
prevenir y neutralizar estas amenazas, e incluir, por fuerza, la
investigación y el desarrollo, y las acciones en el ámbito jurídico.
Llamo la atención sobre otro asunto que a
veces no tienen la suficiente comprensión de la comunidad técnica y se
enajena incluso de las políticas públicas: la Ciberseguridad no debería
ser pensada exclusivamente desde la visión tecnocrática, como territorio
exclusivo de los cables y la computadoras. La Seguridad y la Soberanía
de un país comienzan por las personas, es cultura, son contenidos. A mi
juicio, más importante que desarrollar y dominar nuestras
infraestructuras, resulta reafirmar un pensamiento descolonizador por la
vía de generar nuestra propia producción cultural en red, nuestros
discursos, nuestras historias de vida, y no de cualquier modo, sino de
la manera en que conecte con las personas.
Se trata de una carrera en la que, por
pura supervivencia, no deberíamos quedar atrás. En el mundo complejo y
contradictorio que vivimos, la política de defensa de un país ya no se
basa solo en sus soldados, sus barcos y sus aviones, sino también —y
cada vez más— en sus medios técnicos y su producción cultural. Por tanto
la pregunta no es cuán reales son estas amenazas, sino cuánto nos falta
para que, como naciones libres y soberanas, entendamos, dominemos y
seamos verdaderamente los dueños de nuestro entorno digital.
Tomado de El Adversario Cubano
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